domingo, 12 de febrero de 2017

Un digno contrincante - Colaboración de Lucas Bilyk

UN DIGNO CONTRINCANTE
  
“El tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente”
Encíclica Fides et Ratio, San Juan Pablo II.

Colaboración de Lucas Bilyk

Se despertó mucho antes de lo esperado. La tierra de Ruthedain todavía esperaba en solemne vigilia la llegada del alba.
Jertag se desperezó y fue a prepararse el desayuno –café y tostadas, desde luego–, mientras meditaba los acontecimientos de la noche anterior.
 El encono de la discusión acaecida dificultaba cualquier posibilidad de recuperar a sus viejas amistades. Lo habían acorralado, pero él devolvió las estocadas con suma habilidad y una retórica impecable. Como de costumbre, estaba en absoluta desventaja numérica. Cualquier observador de la situación podría haber imaginado que había un león batiéndose con una manada de hienas y que cada vez que aquél daba un zarpazo feroz, recibía a cambio una cantidad de pequeñas mordidas, que al cabo terminarían por ser mortales. Pero una vez más, sobrevivió.
Se sentía completamente solo. Y ciertamente lo estaba.
Ruthedain, su tierra y hogar, atravesaba una coyuntura bastante singular: el gobierno, ya cansado de los dogmas y principios milenarios, proclamó al relativismo como religión oficial. La población estaba de acuerdo: hacía un par de décadas que venían reclamando la abolición de las certezas. Todos los habitantes, sin excepción, consideraban que era hora de despojarse de las ajadas vestiduras metafísicas y emprender un viaje hacia un nuevo destino existencial. La duda, con las fauces abiertas, aguardaba con ansias la llegada de tan audaces seres a sus laberínticos dominios.
Naturalmente, los ciudadanos de Ruthedain tenían sus razones para aventurarse en el cambio paradigmático.
Alegaban, por ejemplo, que la humanidad elaboró tantos remedios universales como religiones existen, y que los mismos no habían hecho más que acelerar el estado ruinoso en que se encontraba el hombre. Por este motivo, derribaron la totalidad de los templos de Ruthedain y, además, construyeron copiosos monumentos a la memoria de Protágoras y algunos pocos a la de Descartes.
Asimismo, por análogas consideraciones, la enseñanza adquirió un cariz por demás particular: la afirmación fue concebida como el recurso propio del intelecto débil; por lo tanto, todas las clases y debates académicos debían finalizar con una interrogación; y, en el supuesto de que se quisiera replicar, tenía que hacerse de manera interrogativa, o, en el peor de los casos, a través de una expresión condicional. A raíz de ello, las discusiones eran siempre circulares y, por ende, infinitas.
Insistían hasta el hartazgo en que la afirmación era un cáncer social que debía ser extirpado de inmediato, ¿o acaso –argumentaban– la proclamación de verdades absolutas, que señalaban un camino seguro hacia la felicidad y la sabiduría, facilitaron al hombre su conquista?
No. Para ellos sucedía más bien lo contrario: las supuestas claves para la felicidad, las verdades, proliferaban por doquier, pero, paradojalmente, el ser humano nunca fue tan desgraciado.
Era menester, entonces, demoler todos los sistemas de ideas vigentes y volver a empezar.
Jertag era el último ejemplar vivo de una especie extinta. Si bien no profesaba ningún credo –ya nadie profesaba alguno que no fuera el relativismo– y poseía infinitas dudas, entendía que existían ciertas verdades inobjetables, contra las que no cabía interrogación alguna. Por ejemplo, solía argumentar que el sol, sea donde sea que se lo observe, siempre sale por el este y se pone por el oeste. A esto le respondían que, debido a la inclinación del eje de rotación de la Tierra y al movimiento de traslación de esta alrededor del Sol, eso sólo ocurriría dos días al año. Claro que, posteriormente a este razonamiento, le preguntaban qué entendía por “tierra” y qué entendía por “sol”.
Asimismo, cuando Jertag afirmaba que el hombre es mortal, le respondían que, si el hombre poseía un alma espiritual, no se podía aseverar que al morir el cuerpo muera también el alma. Por el contrario, si él afirmaba que el alma es inmortal, le decían que de ninguna manera se podría verificar eso, a lo que sucedía la obligatoria pregunta de qué era el alma. Lógicamente, esto lo exasperaba y rezaba a las divinidades para que no lo abandonaran en semejante cruzada.



Recordaba vagamente que hacía mucho existieron obras que le hubiesen servido para combatir la irrefrenable multiplicación de objeciones, dudas y discusiones estériles. Pero, como era de esperarse, los pensamientos de aquellos ignotos personajes se perdieron para siempre en los agujeros negros de la historia, gracias a la inmensa labor del gobierno actual. La Policía del Pensamiento operaba con una efectividad arrolladora.
Un día, mientras llegaba a su casa, se cruzó a su vecina y la saludó. Ella, con impostada cortesía, le devolvió el saludo:
– Adiós, Harclin.
– Me llamo Jertag. ¡Hace 15 años que me conoce y es la primera vez que se confunde mi nombre!
– ¿Y quién me asegura que ese es tu nombre? Por otra parte, ¿qué es un nombre? Quizás algo mutable. Probablemente todo lo sea.
Jertag decidió no discutir; ya estaba cansado de hacerlo.
Abrió la puerta de su casa y se dirigió sin escalas a su habitación. Se sentó en su cama y exhaló al cielo la súplica acostumbrada: “Por favor, si realmente existe alguien o algo que escuche mis oraciones, necesito ayuda. No puedo continuar luchando solo”.
Su depresión llegó a su cénit al darse cuenta de que era muy improbable que existiera un contemporáneo con la erudición necesaria para presentar batalla contra la sofística imperante; habría que resucitar un personaje de alguna época remota, lo que era claramente imposible. Sus pensamientos divagaron por civilizaciones antiquísimas, y el sopor lo fue embargando de a poco...
Se durmió con lágrimas en los ojos.
Después de un sueño intranquilo, se levantó bruscamente: alguien golpeaba con insistencia a la puerta de entrada.
Dio unos pasos rápidos y se apostó silenciosamente en el umbral, a la espera de obtener algún indicio del visitante inesperado.
Nada.
Decidió abrir.
Un rostro de edad indescifrable, aunque visiblemente avanzada, se asomó. Una larga barba de tonos blancos y plateados llamó la atención de Jertag; idénticas tonalidades se vislumbraban en su escaso pelo, que apenas llegaba a recubrir los costados de la cabeza. Sólo estaba vestido con una túnica blanca raída y extremadamente sucia. Tenía el aspecto desaliñado propio del peregrino. Cualquiera podría haber jurado que se trataba de alguien que venía de un lugar que no sobrevivió a los embates del tiempo.
Para su asombro, el extraño habló en su lengua.
 Empezó a murmurar para sí oraciones inconexas, entre las que figuraba la anécdota de un juicio y de una injusta condena a muerte por corromper a la juventud, que Jertag no llegó a comprender del todo. Finalmente, el viejo forastero alzó la vista y le dirigió la palabra.  
―Una pregunta, joven. ¿Me podría indicar dónde queda el Ágora?
Jertag, adivinando la identidad del legendario personaje, lo invitó a pasar la noche en su casa.
A la noche volverían sus escépticos amigos y de seguro lo acorralarían de nuevo como hienas a un león.
Pero acorralar a ese anciano sería tan fácil como al mismísimo viento.



viernes, 10 de febrero de 2017

¿Somos libres ante los medios? - Por Adolfo Aybar

¿SoMOS LIBRES ANTE LOS Medios?
Análisis antropológico frente al consumo
de los medios de comunicación


Por Adolfo Aybar

      Meditemos hoy acerca de los medios de comunicación. En esta oportunidad, haremos referencia tanto a la utilización de diversos instrumentos de comunicación (televisión, computadora, internet) como al trato con distintos programas periodísticos. Es la intención de este artículo analizar de manera simple y sencilla en qué medida estas herramientas nos perjudican cuando no cumplen su finalidad de mostrarnos la realidad que nos circunda de manera honesta y transparente.
En general, los mencionados instrumentos y su uso no nos son indiferentes a la hora de ejercer nuestra libertad con plenitud, al momento de formarnos y forjar nuestra personalidad.
En primer lugar, los medios nos roban tiempo valiosísimo que podríamos invertir en nuestro crecimiento y formación personal a través de la muy preciada lectura o la meditación profunda que nos lleva al recogimiento y conocimiento de nosotros mismos. Los medios extravían nuestra interioridad, quitándonos –o al menos disminuyendo– aquella cualidad tan apreciada por el hombre contemporáneo, y que, por otro lado, este mismo hombre comprende erróneamente: la libertad. Porque lo cierto es que sólo podremos actuar libremente si nos conocemos a nosotros mismos.
Además, los medios nos masifican. Creemos que al adquirir algún bien publicitado en una propaganda somos libres, por ejemplo, si lo elegimos y lo compramos, y más aún si podemos obtener lo que “todos” también consiguen. En realidad, esto es falso, y constituye un signo de cierta esclavitud característica de nuestra época. Hemos sido esclavizados por la moda. El hombre libre elije de acuerdo a sus intereses, gustos, motivaciones, aún cuando esto signifique ir contracorriente. Actitud ésta que no implica necesariamente la rebelión contra “lo que todos hacen” y por ningún motivo: en efecto, el rebelde porque-sí tampoco es auténticamente libre. La libertad implica una decisión y una elección provenientes de la interioridad del ser humano. El hombre libre puede elegir algo diferente que las masas porque lo que elige lo plenifica, porque lo que elige es en sí mismo bueno, porque lo elige por sí mismo y no para ir en contra de alguien.
Aclaremos brevemente qué es la libertad. Para ello tomemos el concepto del Dr. Emilio Komar, quien lo toma del pensamiento clásico. Existen tres grados de libertad. El primero, consiste en la independencia externa. Un ejemplo de ésta podría ser cuando un joven le pide la llave a su padre para poder regresar a su casa en el horario que éste quiera. El segundo grado implica la autodeterminación, por ejemplo, la elección de una profesión. El último grado de la libertad consiste en la libertad interior, en la que realizamos las elecciones más profundas de la vida, por medio de las cuales nos identificamos más perfectamente a nosotros mismos. Por esta libertad nos realizamos y desarrollamos plenamente nuestra naturaleza.
Tercero. Al tratar con los medios, es evidente que nosotros –como espectadores– estamos ante una selección o recorte de la totalidad de lo que pasa. Por eso, en ocasiones, lo que los medios nos presentan pasa por “la totalidad” de la realidad o por lo menos lo más importante de ella. La familiaridad con estos medios nos hacen pensar sola o principalmente en lo que nos muestran; el efecto –previsto y, quizás, buscado– es que no veamos otra cosa fuera de lo que ellos muestran. Más allá de sus intenciones, ciertamente lo que nos “muestran” se implanta en nosotros con gran fuerza: casi como si fuera la única opción a tener en cuenta de la realidad. Hablando con propiedad, estamos ante un reduccionismo mediático donde –en muchas oportunidades– todo queda restringido a intereses económicos. Es decir, “se muestra” porque “vende”, pero de ninguna manera porque responda a ninguno de los principios presentados en este escrito. Sin embargo, el que mira se convence de que lo que mira es la realidad; entonces, por ejemplo, si en muchos programas televisivos “nos dicen” que el matrimonio “ya fue”, o que todos los matrimonios culminan en un divorcio, el televidente acaba pensando de acuerdo a lo que escucha, convenciéndose de que su matrimonio necesariamente terminará en un divorcio, por lo que en su mente la idea de alcanzarlo queda seriamente erosionada. Este es sólo un ejemplo –entre muchos que podríamos citar– para mostrar cómo los medios nos roban aquello por lo que tanto nuestra sociedad lucha o dice luchar: su libertad.
Además, los medios nos alejan de nuestra realidad y de nuestro prójimo. Lo más real para cada uno de nosotros son nuestras circunstancias y nuestro prójimo más próximo (valga la redundancia), es decir, nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo, nuestros compañeros de estudio, etc. Pero lo medios nos alienan alejándonos de “lo nuestro”, de “nuestro mundo”, para que nos preocupemos pero no nos ocupemos de aquello que no tocamos. Así, poco a poco, se nos enfríe el alma. Y de esta manera nos escandalizan, por ejemplo, las inundaciones en otras provincias y la ineficiencia de nuestros gobernantes, responsables de dar una solución a aquellos desastres, pero nos olvidamos de “la poción de mundo” en la que nosotros podemos y debemos obrar.
Por último, los medios despiertan en nosotros tentaciones varias que podrían evitarse tan sólo con la eliminación de su uso. Nos sugieren la posesión desmedida de bienes, propician una atmósfera que facilita el consumismo, el individualismo, y pecados tales como la lujuria, la envidia, etc. Son tentaciones que naturalmente todo ser humano padece pero que los medios incrementan de manera desenfrenada.
Si hacemos uso de los instrumentos actuales para la comunicación, es deseable que sean realmente útiles para alcanzar su fin, y no que sirvan para destruirnos a nosotros mismos como personas humanas.

jueves, 2 de febrero de 2017

Liliana Franco: historia de la militante que ¿no fue? - A propósito del programa de "Intratables" y la polémica en torno a los dichos de Gómez Centurión

Liliana Franco:
historia de la militante que ¿no fue?
A propósito del programa de "Intratables" y la polémica
en torno a los dichos de Gómez Centurión

“En el contexto de la delincuencia ordinaria, los sistemas legales solamente se aplican a quienes han cometido un delito; en el contexto del terrorismo, el problema es que en muchas ocasiones la cuestión no es lo que haya hecho una persona, sino que se desplaza hacia una noción general de pertenencia, asociación o afiliación a un grupo”. John Horgan[1]


Por Fernando Stegmann

Suponga el Señor lector, por un momento, que su trabajo no es el que ejerce habitualmente sino que es un delincuente. De las distintas ramas que nos ofrece esta “lucrativa profesión” cada vez más común, nosotros nos dedicamos a la modalidad conocida como “salidera”. Leyó correctamente, dije nosotros y esto porque, para llevar el ilícito delante, se necesita más de una persona. Aquí entra en juego un factor no menor: la división de tareas. Uno se encargará de analizar la zona, otro conseguirá –de ser necesario– las armas, otro hará uso de estas, otro oficiará de campana y así podemos llegar hasta el infinito… o casi. Si bien la dificultad en el desempeño del rol elegido varía de un individuo a otro, el lector advertirá que todos son necesarios, desde el que oficia de campana hasta el que gatilla la escopeta.
Esto que parece obvio, no lo es para todos. En el programa Intratables –el pasado 31/01/17–, luego de que la Sra. Victoria Villarruel señalase con toda claridad a las organizaciones armadas como ERP y Montoneros como responsables de innumerables crímenes y atentados, Santiago del Moro le da la palabra a una de las panelistas, Liliana Franco, que responde inmediatamente lo siguiente:

“Yo no pertenecí nunca, lo aclaré más de una vez, Santiago, no me siento responsable, porque yo no pertenecí jamás a la conducción armada (…) era una joven de 20-19 años (…) militábamos en distintas agrupaciones. Yo militaba en lo que era la parte no armada, que se conoce como PRT, el Partido Revolucionario de los Trabajadores, pero jamás puse una bomba en ningún lado, jamás empuñé un arma, y lo digo porque sino no estaría acá, o estaría escribiendo quizás un libro si participé, pero objetivamente no fue así. Lo máximo que llegué a hacer, cuando conté lo de las bombas (…) yo quiero aclarar que las molotov que armábamos en un living de una casa era estrictamente porque cuando íbamos a pintar –esas eran mis acciones combativas: pintar mensajes en las paredes–, obviamente si venía la policía la forma era tirarle una bomba para poder correr, pero a los efectos de ahuyentar. Pero yo nunca participé en ninguna acción armada de ningún tipo”[2].

Señora Franco, Ud. no podía desentenderse de las acciones que llevaba delante el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) desde el momento en que Santucho, jefe del PRT –partido en el cual Ud. militó–, asume como su jefe máximo del Comité Militar en el año 1968. No puede decir que no participó de ninguna acción armada desde el momento en que reconoce expresamente la utilización de bombas molotov para “ahuyentar” a la policía. No puede hacerse la no involucrada dada su militancia activa en el brazo no armado de una organización armada, por más que su tarea no haya sido poner bombas, sino arrojarlas. ¿Piensa que la molotov no puede matar?
Señora, llame las cosas por su nombre: lo suyo no era “pintar paredes”, lo suyo era gimnasia revolucionaria.
Señora, Ud. es como el que oficia de campana en un robo o un secuestro, se cree inocente –o menos culpable– por no haber disparado la escopeta. ¿Adivine qué? No lo es. 
Señora, Ud. fue parte del terrorismo en la Argentina.




[1] Citado en Márquez, Nicolás. El Vietnam argentino. Buenos Aires, Edición del autor, 2008, pág. 104.
[2] Ver en línea: https://www.youtube.com/watch?v=SGIfxUw8bAg (minutos 5,45’ a 7,10’)